EDUCACIÓN INDIVIDUALISTA EN TIEMPOS DE CONFINAMIENTO




En estos días que el mundo se mueve de forma colectiva miramos con más conciencia las soledades. Seguramente estamos asistiendo al fenómeno de conciencia colectiva más importante que han vivido las generaciones vivas. Sin entrar en qué pasará después de salir de casa, sin duda en estos días todos los sectores parecen aliados contra un enemigo que no lee la prensa ni twitter, y al que no le afectan los aparatos de propaganda que sí se usaron contra otros enemigos, en otras guerras. Pese a ello, no falta quien se sigue empeñando.



Nos asomamos a los muchos balcones que buscamos, nuestra ventana, la terraza de las personas más afortunadas, pero sobre todo a estas ventanas de la información, del arte, de la cultura, de la música, del cine, del deporte, de las amistades y la familia que teníamos lejos y ahora nos parece más cerca apoyada en el lapicero de nuestro escritorio, mientras trabajamos o navegamos en un barco que parece el mismo

Pero hay un sector de personas solitarias, que teclean, como es mi caso ahora, pegado al ordenador, contra la pared, tratando de mantener, al menos de forma virtual, una conciencia colectiva en sus alumnos y alumnas de la ESO, que ya tienen sus redes sociales, virtuales y presenciales en sus móviles. Las primeras  las mantienen, más que nunca, seguramente con menos restricciones que en sus mañanas normales de instituto. Sin embargo, carecen de una rutina que les ubica en un espacio, en un grupo al que pertenecen y que no siempre es suficientemente valorado, el instituto, el colegio. Lo que suponen los centros educativos como espacios de socialización y equidad apenas aparecen en ningún debate educativo, no hay propuestas, no hay polémicas, no hay debates sobre este aspecto tan importante para quienes allí juegan, hablan, se enamoran y desenamoran, aprenden lo que es convivir, conocen al que habla distinto, aprenden a elegir, a resistir, a ayudarse y buscar ayuda, a sufrir y defenderse del sufrimiento, a entender lo injusto, a equivocarse. Eso sucede en el aula, pero sobre todo sucede en un espacio que también les pertenece a ellos y ellas, en los pasillos, en los cinco minutos entre clase y clase, en los recreos, de camino de ida y de camino de vuelta. Eso también es un centro educativo y nadie lo ve, nadie lo mira.

Asisto en estos días decepcionado a opiniones, a veces incluso de las altas instancias de la educación, llámese ministra o consejeras y consejeros de distintas autonomías, también de la mía Canarias, a opiniones casi siempre bienintencionadas sobre el trabajo que se está haciendo en estos días. Se inició de forma frenética, con cierta sombra de duda sobre si esto lo entenderíamos como vacaciones los afectados, como si no afectara a toda la sociedad que una escuela cierre sus puertas. Las primeras instrucciones fueron que no ha pasado nada, que montaramos nuestros inventos virtuales para mantener al alumnado activo con tareas, que no parara la maquinaria. Se liberaron contenidos y se dieron instrucciones centradas en qué contenidos, en qué materiales. Se puso en seguida la nota en la tecnología que hacía falta, que no falten servidores de videoconferencia, repositorios de aulas virtuales para que cada uno resuelva desde su terminal, cueste lo que cueste.

Pronto afloraron las grandes desigualdades y brechas. El alumnado que más complicado lo tiene por múltiples razones en la educación presencial, en estas circunstancias lo tendría mucho más complicado aún. Si en lo normal no podía, en lo excepcional no solo no puede, sino que además se siente mas evidenciado y quizás hasta culpable pues, ni siquiera asiste a clase, ni siquiera cuenta con ese espacio que antes tenía. Esas voces de nuevo con las mejores intenciones aportan soluciones en forma de gigas, teléfonos móviles prestados, pero que no pare la máquina productiva, porque si la máquina se para vemos todas sus vergüenzas.

Si en casi todos los sectores aflora lo colectivo, en este sistema educativo rancio y con metástasis aflora aún más las miserias de su individualismo. Concebido en su día como un sistema de instrucción para un racionalismo industrial que necesitaba una población uniforme, ha seguido basándose en las mismas premisas del individualismo. Toda la vida se basa en mi pupitre, mi nota, mi libro, mi tarea, mi clase, mi materia, mi colegio. Es un sistema pensado por personas adultas para las personas adultas que, por suerte, es mucho más complejo y rico porque, ni todas las personas adultas somos uniformes ni, sobre todo, todas las personas que asisten a esos centros son uniformes, ni ellos ni sus familias y cuanta más diversidad más se aprecia la estupidez de ese individualismo liberal.

Ahora, en estas circunstancias, somos incapaces de encontrar los liderazgos para que exista una educación colectiva. Podría darse si cada uno dejara de lado que es profesor de un grupo o de una materia, si crearamos espontáneamente, o liderados por quienes piensan en la educación como una necesidad social y no individual. Podrían crearse, y potenciarse desde los sistemas, espacios educativos abiertos, donde cada profesional compartiera lo mejor que sabe hacer, aprendiendo, disfrutando y transmitiendo lo mejor que puede hacer en estas circunstancias, y todos y todas beneficiarnos de un trabajo mutuo. Quizás se crearían sinergias entre profesionales distantes, entre niños y niñas distantes, de otros centros, hasta de otros países. ¿No es eso lo que se está haciendo en otros sectores de forma espontánea?. Si la educación es educación para toda la vida... ¿que son unos meses?. Podría renunciarse por unos meses a las materias estancas, a los contenidos cerrados, pensar en qué necesitan realmente y qué pueden hacer realmente, reducir nuestras ratios de alumnos a los que realmente podamos atender, que cada alumno no tenga 12 profesores sino uno o dos que les sigan en este tiempo con más dedicación, con más tiempo, con más comunicación. Podría haber muchas soluciones que funcionaran de forma alternativa, tanto que se ha suspendido en todas las áreas, pero el sistema educativo no puede renunciar a los grandes bastiones de su individualismo, mi calificación, mis contenidos, mi materia, mi tarea, mi alumna, mi hijo. Nosotros los profesores nos ganaríamos el sueldo elaborando materiales, compartiéndolos emitiendo en directo para el mundo lo que mejor sepamos hacer, creando redes abiertas de alumnado, de familias, de profesorado. Una utopía que se está haciendo realidad en muchas áreas y que en la educación sigue pareciendo una quimera.

Sin embargo aquí sigo, en casa, contra la pared,  nuestro alumnado recibiendo unas instrucciones frías semanalmente, una lista de correos por si queremos contactar con alguno de nuestros compañeros, en una soledad que nadie ve, junto a 145 alumnos y alumnas, y sus familias,  en mi caso que soy profesor de música, a los que intento dar el cariño, el apoyo y el estímulo que entiendo desde mi materia, durante más horas de las que entiendo razonable y útil creando los espacios colectivos virtuales que me permiten mezclarlos hacerlos visibles, mezclándolos lo que puedo, pero al final, pidiendo tareas, corrigiendo materiales y siendo parte de ese sistema rancio
de más de lo mismo.

























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